miércoles, 27 de febrero de 2008

RESEÑA DE BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE

Reseña en Solodelibros

Después de haber leído “Bartleby, el escribiente” unas cuantas veces, he llegado a la conclusión, tras esta última ocasión, de que ese protagonista porfiado e incomprensible es, quizá, menos importante que su patrón y el efecto que causa sobre él. Bartleby se estudia como el arquetipo de la imperturbabilidad, del desapego absoluto ante las normas sociales, pero resulta más interesante fijarse en cómo esa impavidez suya influye en el ánimo del narrador.
Herman Melville escribió este relato en 1853; entre las narraciones del norteamericano no deja de ser una rara avis, por su tratamiento del tema y la ausencia de personajes carismáticos o fuertes. Quizá sea demasiado arriesgado, como han hecho muchos, prefigurar a Kafka (o al absurdo de Beckett o Ionesco), aunque la pasividad del escribiente bien puede recordar la imposibilidad de acción que atenaza a algunos protagonistas kafkianos. Quizá habría que limitarse a entender el tenaz estoicismo de Bartleby como un resultado de la propia existencia, más que de cualquier tipo de opresión. La resistencia del copista no es tal, sino una mera forma de enfrentarse a la vida, una cobardía innata que le incapacita para afrontar los hechos más banales, como puedan ser las relaciones personales.
Tal vez la grandeza de “Bartleby” es que prefigura al ser humano contemporáneo, atenazado por unas fuerzas —sociales, económicas— que le arrebatan su condición de animal libre y natural, privándole de la libertad que supone el elegir; el escribiente decide entre varias opciones, sí, y adopta la menos «social» (en tanto entraña el enfrentamiento con sus semejantes) de ellas, con lo que su autonomía de acción tiene consecuencias directas e inmediatas: se le expulsa del medio social en el que se desenvuelve; la sociedad le da la espalda, reniega de su comportamiento y le niega el estatus de trabajador o ciudadano.
Sin embargo, el principal problema con el copista se le presenta a su patrón, el narrador de la historia; de hecho, uno de los puntos más brillantes de este relato es la progresiva caída en la incertidumbre del innominado abogado que contrata a Bartleby. Acostumbrado a las polarizadas conductas de sus empleados más veteranos, Turkey y Nippers (tranquilo y trabajador por la mañana e irritable por la tarde el primero, viceversa el segundo), el descubrimiento de un hombre que evita cualquier contacto humano, cualquier trato más allá de lo indispensable, le sorprende en un primer momento, le irrita después y termina por desconcertarle por completo; en sus propias palabras: «No hay nada que exaspere más a una persona seria que una resistencia pasiva.» Tanto es así que, actuando de forma extrema y apocada, prefiere «huir» de sus propias oficinas antes que encarar a su empleado para expulsarle de ellas.
La turbación del narrador es también la del lector, que se ve así incluido en la historia de la mano del propio protagonista de la misma. Y esa turbación es moderna como pocas, ya que lo que el abogado no entiende no es la negativa reiterada de su empleado —el célebre «Preferiría no hacerlo»—, sino su conducta asocial, su rechazo a las normas más básicas de convivencia humana. Al igual que él, los lectores somos incapaces de comprender la forma de actuar (o, más bien, de no actuar) de Bartleby: el extrañamiento se apodera de nosotros y nos atenaza. Quizá por eso no es difícil de aceptar que el abogado abandone al copista a su suerte, aunque en su interior le compadezca y le profese cierta ternura: cualquiera podría haber actuado igual.
Esa empatía con el narrador es lo que le confiere un papel tan importante: el comportamiento del escribiente sirve como espejo en el que mirarse, para ver reflejado un punto de vista acerca del mundo que, lejos de ser propio, no es más que una imposición externa. El abogado no puede entender a Bartleby, y, en realidad, quizás nadie pueda.

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